Cuando un día hace ya más de dos años acompañé a un ser querido casi a rastras a la consulta de Maroto, nunca pensé que era yo la que iba a quedarse ahí durante tantos meses. Me dejé caer en aquella casa de El Escorial intentando salvarle la vida a alguien sin saber que dando ese paso me la estaba salvando a mí.
En ese momento yo me creía lo suficientemente fuerte para poder con todo lo que tenía encima, una pareja que me maltrataba y humillaba desde hace años verbalmente e incluso en ocasiones físicamente, una hija adoptada recién llegada a la que no sabía si sería capaz de amar como a mi hija biológica, una historia de amor profunda con un hombre casado que me había devuelto a mí misma pero que nos hacía sufrir a ambos.
Desde bien pequeña he aprendido a manejarme en la indiferencia de una madre que no sabía quererme, de la que nunca recibí ni un solo abrazo ni beso, que me pegaba y dejaba por las noches a veces en el rellano del bloque donde vivíamos para que no le molestara. Cuando un niño crece en la ausencia de amor se convierte en un adulto inseguro que busca ese amor en nuevas relaciones tóxicas de dependencia que nunca llegan a suplir esas carencias. Y también se crea una coraza que le permite luchar contra vientos y mareas pensando que es indestructible. Pero cuando esa coraza se agrieta, cuando tu terapeuta mete el dedo en la llaga el dolor sale de esa herida a borbotones, como cuando se libera agua de una presa, arrasando por donde pasa, sin control. Ese momento es muy doloroso, cuando después de tantos años te topas de frente con todos tus miedos, tus angustias, tus inseguridades que tú guardabas bien dormiditas dentro de ti.
Reaprender a llorar de ojos ya secos, abrir mi corazón a un desconocido, sentir la ansiedad de su ausencia fuera de la terapia, volverme a sentir desvalida y vulnerable, acompañar a mi niña al pasado para abrazarla y mandarle mensajes de amor y confianza, dejar de lado la terrible culpa, sentir tanta rabia, golpear, volver a llorar, dejar que Maroto me acompañe en mi dolor, que ponga su mano en mi pecho cuando la angustia oprime demasiado, tener la fuerza para decir adiós a la persona que quiso anularme y casi lo consigue, perdonarle más adelante, poco a poco dejar que alrededor mío la gente a la que quiero me abrace, decirle a los demás que les quiero, decirle a mi padre lo abandonada que me sentí lejos de él, abrir de nuevo mi corazón, encontrar amigas que me apoyan, amigas que conectan con el amor del que yo estaba tan alejada, dejar partir un amor desde mi amor hacia él, volver a sentir la magia de la vida, poder estar sola y plena, querer estar sola y amar mi soledad, quererme, amar como nunca antes hice a amigos y familia, sentirme bendecida por la llegada de Karen a mi vida y lo que esa llegada supuso en nuestra familia, sentirme mujer liberada, sentirme empoderada, sentir que mi amor hacia mis hijas es infinito e incondicional, querer luchar por ellas lo que no lucharon por mí, para que sean mujeres seguras y plenas. Sentir, José que me has devuelto a la vida, a la vida que estaba dentro de mí esperándome. Abrir los ojos a lo que no veía. Sentirme libre y querida en una nueva relación, sin miedo a la pérdida, pero también sin miedo a amar.
La transformación es lenta pero el final es sublime.
No hay vuelta atrás en la percepción que tengo ya del mundo, en la confianza que tengo depositada en mí y en lo que la vida puede proporcionarme, aceptando a la vez lo que venga, aun siendo doloroso.
Gracias. A ti, a mí, y a todos los que me impulsaron y proyectaron hacia adelante, hacia mi nueva vida.