Víctima de mi propia historia

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Víctima de mi propia historia

Hoy me he parado un momento a escuchar. No ha sido mucho tiempo, sólo un instante. Sin embargo, la atención que he puesto en cómo me sentía al desplegar mi discurso otra vez frente a la misma persona, me ha llamado la atención. Qué raro… creía que no se lo había contado, y de pronto me di cuenta de que era la tercera vez que lo hacía. Por fortuna, mi querida amiga escuchaba paciente, como si fuera la primera vez que sabía de mi fábula, mi triste y dolorosa fábula.

Aún noto algo de vergüenza al recordar el momento, pero enseguida se diluye cuando me detengo en su mirada que contempla sin juicio mi corazón dolorido. Así es como he despertado del letargo en el que había estado consumido por meses, puede que años.

Mi dolor, mi drama, mi droga.

Sufrí, sufrí mucho porque ellos me hirieron con su ignorancia, con su desprecio, con su insolencia y su falta de cariño. Odié al que me hizo experimentar ese vacío, esa soledad, ese rechazo hacia mí mismo. No tenían derecho, no me lo merecería, yo no les hice ningún daño. ¿Por qué me tratan así? ¿por qué me atacan de esta forma tan rastrera? ¿por qué a mí? …

Así comienza, otra vez, mi historia, mi triste y dolorosa historia. Y así comienzo a construir las dramáticas bases sobre las que se sustentan mis creencias y mis sentimientos. Cada día me esfuerzo por contarla, al menos una vez, a alguien dispuesto a escucharla. Y si no, se la cuento a mi almohada o a la pared que miro sin ver. La encuentro en la televisión y en los anuncios de la calle, está en los ojos del que me mira sin verme en el vagón del metro. Un poco de práctica dedicada y ya está hecho; ahora sólo me queda mi historia. Es mi compañía más valiosa en tantos momentos de dolorosa soledad. Al final me he convertido en una versión un poco más amable del Gollum de Tolkien. Mi tesoro no es un anillo, sino la historia que repito sobre mí mismo y acerca del mundo en el que vivo.

Hablo y hablo para convencerme y refugiarme en mi propio cuento dramático, en el que nadie me hace falta, yo sólo me basto. El resto son meros personajes de los que pretendo extraer un envenenado reconocimiento, para ocultar mi belleza bajo una macabra historia de abandono y odio que ansío que me compren. Hablo con enloquecida elocuencia buscando cómplices que participen conmigo en la destrucción de mi propia felicidad. Dependo casi absolutamente de terribles ideas sobre mí y los demás que me limitan y raptan mi lucidez. Defiendo «a muerte» a mi propio yo, al que hace tiempo erigí como el carcelero que secuestró mi corazón. Ya no me interesa cambiar mi percepción sino consolidar las creencias que me enferman. Estoy poseído por mi diabólico tesoro: mi historia personal. Es irrelevante si la fábula está disfrazada de riqueza o miseria, de triunfo o destierro. Al fin y al cabo, es mía; tendrán que pasar por encima de mi cadáver para arrebatármela.

Yo, mi culpa, mi castigo y mi venganza.

Cuánto más vehemente, convincente y «real» es mi discurso más peligroso es para todos. Soy la víctima de mi propia historia y del trágico final que me empeño en escribir a fuego. Rechazo a cualquiera que contradiga mis creencias. Busco complicidad para mis desgracias o mis vanidades, con tal de no verme solo en esta pantomima. Transmito mi versión con frenesí. No soporto que me ignoren cuando estoy ebrio de razón, argumentando los mil detalles que justifican mi rabia y mi lujurioso apetito de justicia. Me estoy destruyendo afectivamente sin darme cuenta. Alejo la ayuda del otro para suicidarme a gusto, pues nadie me comprende excepto mi propio yo delirante. Ya estoy tan aislado como mi mayor enemigo. Sobrevivo enloquecido por un miedo que me aleja inexorablemente del amor que anhelo.

Y la culpa me consume. Una parte de mí cree que hice algo mal y por eso el mundo me trata con ese desprecio. Mi forma de purgar mi culpa es flagelarme con limitadas y corruptas creencias sobre mí y los que me rodean. Y así se acerca mi venganza, voy cumpliendo mi macabra misión intentando que aquél que me dañó sienta el dolor que me infringió. Mi hermano es ahora el enemigo y hay que destruirlo psicológicamente. Esta es otra señal de mi ceguera; pretendo que los demás sufran lo que yo sufrí. Si me hundo en la miseria, al menos, no lo haré solo. Y perpetúo lo que me hicieron; dejo de ser víctima para convertirme en verdugo. El mismo perro famélico con distinta correa.

La solución es compartida.

El cambio global pasa por el cambio individual. La desidentificación de nuestra propia historia es esencial para contribuir a la sanación de un mundo enfermo de egocentrismo y violencia.

La medicina para esta epidemia terriblemente extendida de zombis con “toda” la verdad y henchidos de “razón” es, sencillamente, escuchar, respirar y sentir el cuerpo. Por eso a partir de ahora, cuando me embriago de razón, procuro detenerme un instante a observar mis reacciones internas, sin permitir que arrasen mi consciencia con un torbellino de palabras que hieren por su carga de ignorancia.

Ahora sólo siento la respiración, suelto el aire que me alimenta y con él mi historia, mi carga, mi yo.

Y tomo el aire puro que llena mi pecho de perdón, ligereza y libertad.

Ahora por fin me siento vivo.

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José Maroto Mingo
Psicólogo y Psicoterapeuta Transpersonal

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